viernes, 6 de septiembre de 2013

Tres mitos sobre la construcción del personaje

Artículo publicado por la Revista Teatros, No. 18 (mayo 2012)
Laboratorio taller "Los límites de la representación en el actor". Corporación Luna, 2006
(fotografía, Luis Daniel Abril)
  
 La construcción del personaje es un proceso creativo que involucra de igual manera tanto a actores, como directores y dramaturgos. Todos desde su rol se plantean preguntas muy similares para tratar de dilucidar la esencia de lo que sería dramáticamente más interesante para la pieza.

Tales preguntas, naturalmente dependerán de los preceptos estéticos del creador que corresponden a su bagaje, bien como teatrista empírico o académico. Por más que en cada proceso creativo tratemos de librarnos de nuestros prejuicios para emprender un viaje hacia lo desconocido, éstos inevitablemente afloran. Los creadores somos siempre portadores de una tradición que adquirimos por medio de referentes de los que muchas veces no somos conscientes. El sentido de reflexionar alrededor del teatro y sus componentes estéticos, tendría por lo tanto, la función de adquirir conciencia sobre las herramientas que estamos empleando para la creación y de este modo, poder decidir de una manera más responsable, hasta dónde estamos dispuestos a perpetuar la tradición y hasta dónde queremos romperla, ambas cosas con el fin de darle a nuestro trabajo un sello propio que haga un aporte verdadero a la creación escénica del momento.

En búsqueda de este balance entre conservación y ruptura de los referentes que nos rigen a la hora de construir un personaje, pongo a consideración tres conceptos que a mi juicio se han convertido en recetas incuestionables para encontrar la efectividad del personaje en escena. Con esto, no pretendo impugnar dichos conceptos, sino relativizar su importancia, con el fin de eludir los esquematismos simplistas que usualmente conducen al dogma, y por ende, a una fosilización de la creación de personajes, tanto desde la interpretación actoral, como desde la dirección de actores, y desde el proceso creativo del dramaturgo.


1.      El personaje como vector de acción:

Yo diría que éste es uno de los mitos más poderosos que existen alrededor del personaje. Desde el primer año de academia, nos enseñaron que al ser el drama un conflicto producido por una acción, el personaje será indiscutiblemente la representación de dicha acción en escena. Por lo tanto, la primera pregunta con la que abordaremos la construcción de un personaje es “¿qué quiere?”. En la medida en que comprendamos el deseo del personaje, vamos a comprender la dimensión de la acción dramática que él va a emprender, y por lo tanto podremos dibujar su desarrollo a lo largo de la trama y de tal manera tener claridad absoluta sobre su sentido.

No pretendo negar de ningún modo la gran utilidad de esta pregunta para algunos casos, pero considero que en ocasiones se le otorga una importancia excesiva en comparación con otras maneras de aproximarse a la definición de un personaje. Comprender el deseo de un personaje como elemento significador de su acción dramática, es sin duda imprescindible si estamos hablando de Ricardo III, Macbeth o Jean en “Señorita Julia”. Sin embargo, tal pregunta puede desembocar en pura retórica cuando se trata de personajes como Hamlet, Vladimiro y Estragón, Blanch o Laura Wingfield.

Prueba de ello, es que  al sol de hoy, ni críticos, ni actores, ni directores consiguen llegar a un consenso sobre el objetivo que tiene Hamlet en su tragedia… algunos dicen que se trata de la consumación de un deseo edípico, otros que se trata de un pacifista que se niega a cometer la venganza, o de un detective en busca de pruebas, etc. ¿Cómo es posible entonces que un personaje con un objetivo tan nebuloso, sea uno de los más inmortales del teatro y la literatura?... ni siquiera tenemos pruebas contundentes de que Hamlet en verdad desee cumplir con el mandato del alma de su padre, pero tampoco tenemos suficientes argumentos para apostar que él quiera definitivamente escapar de tal responsabilidad. Tenemos suficientes sucesos dramáticos a un lado y al otro para argumentar ambas cosas y por eso nunca podremos ponernos de acuerdo sobre el patrón que rige la acción de toda la obra.


"Hamlet, Príncipe de Dinamarca". 
Montaje de V año Academia Superior de Artes de Bogotá
Director: Pedro Miguel Rozo, 2011.
Sin embargo, del otro lado, hay personajes que tienen decididamente esclarecido este asunto: Jean en “señorita Julia” desea el poder, lo mismo que Iago en “Otelo”, lo mismo que Ricardo III. No hay en ninguno de estos personajes duda alguna sobre lo que desean, y por ende, no hay discrepancia en los análisis realizados al respecto. Otra cosa es que cada director, actor, o crítico le dé una interpretación diferente a este poder como objeto del deseo; pero más allá de eso, que alguien tenga la osadía de decir que Ricardo III no desea la corona, creo que incurriría en una especulación imperdonable.

Ante este panorama, mi postulado es que no todos los personajes deben ceñirse a un mismo esquema de análisis. Entiendo que hacerlo, proporciona cierta seguridad en el rumbo de la creación, ya sea actoral, dramatúrgica o de puesta en escena. Pero justamente, tal certeza puede limitar severamente nuestra creatividad, o lo que es peor, forzar a que un personaje encaje en ciertos parámetros teóricos en los que quizá no tiene por qué encajar.

Naturalmente la acción dramática siempre va a ser una pregunta necesaria en la creación de un personaje, pero tal pregunta puede plantearse de una manera más abierta: en los personajes que poseen una naturaleza pragmática más acentuada, responder el “qué quiere el personaje” va a revelar los dispositivos del mismo en cada una de sus escenas. Sin embargo, hay personajes que tienen un nivel de pragmatismo inferior, y por lo tanto no se definen a partir de sus acciones, sino de sus reacciones, de su nivel de irritabilidad frente al entorno, de las evaluaciones que realiza frente a la situación dramática que vive. Éstos son los que yo planteo como personajes con una  inclinación más catártica que pragmática.

"Esperando a Godot" de Samuel Beckett
Dirección: Everett Dixon
Grupo "El anhelo del salmón"
Parte del dogma de la acción como herramienta imprescindible de análisis dramático en el personaje, se fundamenta en la necesidad de escapar de la retórica, o de la interpretación literaria que no le da herramientas concretas al actor para trabajar en escena.  No obstante, si nos remitimos a la base de la teoría sobre el drama, El Arte Poética de Aristóteles, vamos a encontrar que el autor nos habla de dos procedimientos dramáticos igualmente importantes: la acción y el reconocimiento, o como él lo llama literalmente anagnórisis[2]. Todos los personajes están constituidos de ambos procesos, pero algunos como dije antes, tienen un énfasis más en un lado que en otro, y ello de ninguna manera comporta una debilidad en la construcción dramática del personaje.

"Hamlet", por ejemplo, basa su estructura en los reconocimientos que hace de la situación y en la forma como tales reconocimientos afectan su postura afectiva y existencial. El actor que no comprende la filigrana con que están construidos todos estos reconocimientos a lo largo de la trama, no va a conseguir una aproximación viva del personaje, por más sólida que sea la hipótesis de acción que le haya implantado al texto, ya que el recorrido de este personaje no está fundamentado en la acción, sino en el reconocimiento, al tratarse de un personaje de naturaleza más catártica que pragmática.

Pensar que la emotividad de un personaje depende de la acción, sería limitarnos a una teoría conductista y pragmática del comportamiento humano, que deja de lado otras maneras de comprenderlo igualmente válidas y sobre todo útiles a la hora de emprender el proceso creativo de un personaje, tales como la teoría evaluativa de Sartre, el análisis sistémico de Fromm, o la psicología profunda de Jung, entre muchas otras.

Obviamente, acercarnos a un sistema deductivo para organizar la secuencia de reconocimientos de un personaje, resulta más complejo que hacerlo desde la acción, puesto que Stanislawski y todos sus sucesores, nos han colaborado bastante en la sistematización del segundo proceso. Sin embargo, ello más que intimidarnos, pienso que debería desafiarnos a construir esquemas de análisis nuevos que encajen dentro de los nuevos personajes que estamos creando, y no someter a estos nuevos personajes a una sistematización que no necesariamente coincide con su naturaleza dramática interna.


2.      El personaje como valor moral:

"La Orgía". Escrita y dirigida por Enrique Buenaventura.
Teastro Experimental de Cali, 1984

 Este segundo mito tiene sus raíces bien fundadas en el teatro dialéctico de Bertolt Brecht, que por medio de su apropiación a cargo de los maestros Santiago García y Enrique Buenaventura, entre otros representantes del movimiento del Nuevo Teatro, tomaron una influencia capital en los creadores escénicos colombianos.

El teatro dialéctico, como su nombre lo indica, plantea la contraposición de una tésis con una antítesis, para llegar a una síntesis, que tiene como objetivo politizar al espectador al instarlo a tomar una posición moral clara respecto a los personajes. Ahora bien, para llegar a una construcción de este tipo, es necesario interpretar el drama desde el modelo actancial de Greimas, quien define al personaje como la “sustitución mimética de una conciencia”[3].

Ya con esto, quedan expuestos los pilares que sostienen el mito de que el personaje corresponde siempre a una unidad de valor, es decir, que por ejemplo, el fantasma de Hamlet es la representación de la justicia, en tanto que Claudio sería la representación de la impunidad, Laertes la representación de la fuerza popular, etc. Para Greimas, y al mismo tiempo para Brecht,  el nivel profundo de análisis de los personajes en un drama, siempre redundará en comprender cuáles son los valores que éstos representan y la forma como tales valores entran en conflicto.

Sería bastante reduccionista el afirmar que el teatro dialéctico y el modelo de Greimas son anacrónicos para el momento que vive  la escena actual. Pero asimismo, sería reduccionista también afirmar que este esquema sea la única manera de acercarnos a una comprensión de los personajes en su funcionamiento estructural, situación que en el arte dramático colombiano se ha vuelto particularmente recurrente y que trae como consecuencia una tendencia al maniqueísmo en la elaboración de los personajes, tanto desde su creación dramatúrgica, como desde su interpretación actoral y de dirección; se trata de personajes que encarnan transparentemente los valores considerados como correctos por el autor, y personajes que a su vez, representan los valores que el autor rechaza moralmente en su totalidad.

Vale la pena, creo, examinar otras posibilidades de leer moralmente a los personajes: el punto de vista moral no siempre tiene que ser una categoría estable, para empezar. Lo que hasta cierto punto de la obra representa la justicia, desde otro punto puede empezar a representar corrupción, el personaje que representa a la inocencia en un punto de la pieza puede transformarse y representar la perversidad. Justamente el mito del modelo actancial de Greimas, nos ha llevado a pensar que si el personaje no tiene una representación estable de un valor moral dentro del sistema sémico, su función dramática no quedará establecida, cuando la realidad es que hay muchos otros modelos de organización estructural, como el del personaje desde el suministro de información para el espectador (lo que Sanchis llamaría la “dramaturgia de la recepción”[4]), o como el personaje como dispositivo para el funcionamiento de un juego, como lo plantea Javier Daulte[5], etc.

Otro de mis postulados en aras de desvelar este mito de la síntesis moral como dogma, tiene que ver con la complejización del punto de vista que el autor, el actor, o el director impone sobre sus personajes: si como creador parto del hecho de que el personaje está completamente equivocado, o completamente en lo cierto respecto al asunto central de la obra, la obviedad de su construcción va a ser insoslayable. Si por el contrario, combino elementos empáticos con elementos antipáticos en mi relación de creador-personaje, voy a poder desarrollarlo desde un punto moral menos esquemático, que por momentos tenga mucha cercanía con mis propios valores morales y por momentos se distancie completamente de ellos. En la medida en que esta distancia e identificación moral entre creador y personaje se vuelva imprecisa, temporal y relativa, creo que el personaje se va a fortalecer en su condición paradójica y contradictoria, que finalmente es la que revela la condición humana, lo cual en últimas es el objetivo de toda obra dramática. Como dice Pirandello: “la presunta unidad de nuestro yo no es otra cosa en el fondo que un agregado temporal, escindible y modificable de diversos estados de conciencia”[6].  

3.      El arco de transformación del personaje:

En casi cualquier libro sobre análisis de personajes vamos a encontrar la definición de la obra dramática como la máquina a través de la cual el personaje se transforma. Pareciera ser que la contundencia de un personaje se mide por su grado de transformación. Este mito surge de El Arte Poética de Aristóteles, en donde se menciona el cambio de fortuna de lo positivo a lo negativo o viceversa, como el principal motor del drama[7]. Bajo tal precepto, si el personaje no se transforma, todo el drama habrá sido para nada, puesto que la única función del mismo es generar una alteración en la condición vital del protagonista.

Este concepto tiene pertinencia en una gran cantidad de obras del teatro clásico: personajes que empiezan como reyes terminan exiliados, parejas que empiezan como amantes entusiastas, terminan como cadáveres, hombres pusilánimes y débiles, se convierten en asesinos, y personajes abyectos y marginales, se redimen en la santidad. Los ejemplos de cada caso serían innumerables. Pero aún así, muchísimas obras quedarían por fuera de tal clasificación, empezando por muchos de los dramas de Chéjov en donde los personajes no cambian un ápice, a pesar de que todo el mundo reclama de ellos un cambio. ¿Cómo se explica entonces que estos dramas mantengan su contundencia pese a tener personajes con un nivel de transformación tan precario?

Para responder esta pregunta, se hace necesario distinguir el paralelo entre la experiencia del espectador con la experiencia del protagonista, y la manera como las dos líneas se relacionan, bien sea de una forma mimética o irónica. Una relación mimética entre el recorrido del espectador, con el recorrido del personaje, se da cuando hay identidad total en la percepción moral de los acontecimientos tanto por parte del personaje, como por parte del espectador. Por ejemplo, en Antígona, la indignación que siente el personaje al verse impedida de realizar las honras fúnebres a su hermano, es la misma indignación que siente el espectador de la obra. El espectador presenta una identidad absoluta con los sentimientos del personaje y se vuelve cómplice secreto de cada decisión que éste va tomando, por cuanto que el personaje representa un valor moral con el que el espectador se identifica plenamente.

"El gran cuaderno" de Agota Kristof.
Dirección Katalina Moskowictz
Grupo "La Navaja de Ockham", 2010.
 La relación irónica se genera cuando el recorrido del personaje se opone al valor moral del público. Por ejemplo, en una obra como Macbeth, en donde los protagonistas son justamente los villanos, el material está organizado para que el espectador repudie cada vez más las acciones del protagonista, de manera tal que cuando éste llegue a su ruina, el espectador llegará a su victoria: la derrota del protagonista es el triunfo de los valores del espectador en la pieza. 

Existe una simetría entre la experiencia del espectador y la del personaje, pero por oposición moral. Sin embargo, existen dramas que escapan de esta simetría entre espectador y personaje, y son éstos en donde la inmutabilidad se vuelve un potenciador del drama. El efecto consiste en negarle al espectador la posibilidad de establecer una simetría (irónica o mimética) entre su experiencia y la experiencia del personaje. Tal negación, si es lo suficientemente radical, generará sin duda, un efecto dramático muy poderoso sin que para ello se requiera una transformación del personaje. Más aún, en muchas ocasiones el drama se produce en el espectador justamente porque no se produce en los personajes, tal y como sucede en la mayoría de las piezas fársicas de Samuel Beckett. El espectador se siente privado de una experiencia a la que él siente que tiene derecho, que es la de atestiguar la transformación de un personaje frente a una situación dada, y justamente dicha privación es la que genera el efecto dramático sin que medie para ello ningún tipo de arco de transformación en el personaje. Es el público quien se debe transformar, y para ello podrá valerse de la transformación del personaje, o de su inmutabilidad. La transformación es simplemente un recurso más en la construcción dramática, que no un imperativo estético.

"Come and go". Escrita y dirigida por Samuel Beckett, 1966

Otra posibilidad que resulta efectiva para sustituir el aparentemente ineluctable arco de transformación, es generar la ilusión de cambio en el personaje, para finalmente mantenerlo tal y como estaba al principio. Tal recurso puede darse, o bien por el dilema del personaje entre acometer la acción o seguir imperturbable, o bien por el ocultamiento de cierta información que nos impide ver la totalidad del personaje, que siempre ha sido exactamente de la misma manera, sólo que el público no lo sabrá sino hasta cierto momento de la pieza.

Por ejemplo, si vemos a un hombre desnudo que se levanta de la cama de un burdel, y al instante vemos que se pone una sotana, habremos percibido un cambio radical en nuestra percepción del personaje sin que éste se haya transformado en lo absoluto. Finalmente más allá de que el personaje sufra una transformación o no, lo realmente clave es que el espectador se transforme. Si para que él lo haga, se necesita que el personaje lo acompañe paralelamente en su viaje, pues el personaje se transformará, pero siempre existe la opción de que el espectador se transforme a partir del movimiento de la trama (que no del personaje), o a partir de la imposibilidad misma del personaje para cambiar.

Con estos planteamientos, creo que queda esbozada la pertinencia de revisar nuestros modelos de análisis dramático a la hora de emprender un proceso creativo desde cualquiera de los campos del teatro, en particular respecto a la construcción del personaje. Tal revisión debe a mi juicio, realizarse con la precisión de un relojero, para no incurrir en la repetición automática de patrones estéticos, ni tampoco en la arbitrariedad disfrazada de discursos post-modernos carentes de sustentación conceptual. Justamente, a mayor relatividad, se requiere mayor precisión en el establecimiento de parámetros, puesto que de lo contrario, estaríamos resistiéndonos contra una tradición estética sin realmente proponer categorías de apropiación nuevas que la sustituyan.

Referencias:
Aristóteles, El Arte Poética. Ediciones Istmo S.A.. España, 2002.
Daulte, Javier. Compromiso, el juego y el procedimiento. http://es.scribd.com/doc/85837995/Juego-y-so-Las-Tres-Partes-JAVIER-DAULTE
Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Ediciones Paidós Ibérica S.A.. España, 1998.
Pirandello, Luigui,  El Humorismo. Editorial “El Libro”. Buenos Aires, 1946.
Sanchis Sinisterra, José. La escena sin límites. Ñaque editorial. España, 2002.



[1] Maestro en Artes Escénicas con énfasis en Dirección de la Academia Superior de Artes de Bogotá, ASAB y director fundador de la Corporación Luna, agrupación dentro de la cual ha llevado a escena la mayor parte de su trabajo dramatúrgico, bajo su propia dirección y algunas veces también con su participación actoral. Fue uno de los gestores de la Red Nacional de Dramaturgia Colombiana en convenio con la Dirección de Artes del Ministerio de Cultura, y se ha desempeñado como docente de dramaturgia en diferentes universidades de Bogotá.

[2] Aristóteles, El Arte Poética. Ediciones Istmo S.A.. España, 2002.
[3] Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Ediciones Paidós Ibérica S.A.. España, 1998.
[4] Sanchis Sinisterra, José. La escena sin límites. Ñaque editorial. España, 2002.
[5] Daulte, Javier. Compromiso, el juego y el procedimiento. http://es.scribd.com/doc/85837995/Juego-y-so-Las-Tres-Partes-JAVIER-DAULTE
[6]Pirandello, Luigui,  El Humorismo. Editorial “El Libro”. Buenos Aires, 1946.
[7] Aristóteles, ibid.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La despersonificación del personaje

Marco teórico del laboratorio-taller dictado en el año 2010

"Los límites de la representación". Fotografía: Luis Daniel Abril, 2006

El concepto de personaje teatral ha ido variando conforme ha ido evolucionando el concepto que tenemos de individuo. Por ende, comprender el personaje como la ilusión de la persona humana es apenas una perspectiva, que si bien es totalmente válida, ocasionalmente se divorcia de la realidad del hombre contemporáneo, quien ha llegado a una desindividualización de los conflictos: cada vez somos menos dueños de nuestras culpas y méritos, cada vez es más nítida la cadena de causas y efectos que provocan los acontecimientos, y por lo tanto, la responsabilidad que recae sobre éstos se vuelve más y más compartida. No obstante, somos cada vez más responsables en la medida en que paulatinamente somos más conscientes de esta cadena de causas y efectos, y paradójicamente nuestro poder para cambiar el mundo es cada vez menor. Ante tal panorama, ¿por qué seguir pensando que comprender la esencia de un individuo necesariamente implica comprender la esencia de su humanidad? Acaso la humanidad no reside precisamente en esa nula individualidad a la que estamos cada vez más expuestos? Perdimos nuestra intimidad; para bien y para mal la globalización nos ha vuelto a todos espejos de los demás, y al hacerlo, hemos perdido nuestra identidad propia, o más bien, nuestra propiedad privada sobre la identidad individual. 

Entonces ¿por qué el teatro sigue pensando que la esencia de la humanidad reside en el personaje entendido como individuo? Pienso que el lenguaje teatral (y todo el lenguaje en general) debe irse transformando de acuerdo a este tipo de preguntas que van surgiendo acorde con la época, pues de lo contrario tal lenguaje se volverá un dogma, y por lo tanto, una imposibilidad para el conocimiento y la renovación.

Pensando en ello, me formulo la pregunta ¿cómo la despersonificación del personaje puede ser un medio coherente para acercarse a plasmar la crisis de identidad descrita anteriormente? La persona como célula del personaje no necesariamente es la premisa más fiel a la fragmentada y simultáneamente globalizada realidad del actor, el director y el público del teatro contemporáneo. No pretendo con esto invalidar la existencia del personaje teatral como tal, pero sí cuestionar su valor clásico como mímesis de un individuo, indagando su posibilidad de abarcar varias personas en un solo personaje, o una sola persona fragmentada en varios personajes. No se trata sólo de que un actor interprete a varios personajes, o que varios personajes los interprete un solo actor, se trata además de que cada personaje como tal posea una unidad que no tenga que ser equivalente a la unidad de individuo y aún así tener un desempeño consistente, lúdico, provocador y creativo para el actor de teatro actual.



1.       EL PERSONAJE EN LA VIDA


Fotomontaje con personajes destacados de la historia (fuente: jotapages.com)

 Nada hay en el entendimiento
 que no haya estado antes en la sensación
                                 D. Diderot[1]

Siempre he creído firmemente que los códigos del arte son códigos naturales a la expresión humana que residen fuera del ámbito del arte como tal. El arte funciona con los mismos dispositivos que opera la vida. Particularmente en el teatro, pienso que sucede de la misma forma: los recursos sígnicos de los que nos valemos para representar una escena son los mismos recursos que en la vida diaria empleamos para expresarnos entre nosotros. Nuestra comunicación cotidiana está repleta de puntos de giro, conflictos, tensiones, construcción  de situaciones… las estructuras que sostienen el drama residen en nuestra vida diaria, es una condición humana intrínseca en nuestra forma de pensamiento. Lo que opino que debemos hacer como teatristas, es descubrir cuáles son los principios que rigen esta construcción natural de sentido expresivo y examinar su comportamiento sémico en la escena.

Así pues, si queremos adentrarnos en un análisis sobre el personaje teatral, tendremos primero que hacer un estudio sobre lo que significa el concepto de personaje por fuera de las tablas. Y no me refiero a un estudio desde los especialistas. Muy al contrario, creo que es un estudio que tiene que partir desde el sentido común, del conocimiento general. Sólo desde allí podremos aproximarnos a una lectura realmente vigente del concepto sin caer en anacronismos academicistas respecto al tema.

En The free dictionary, -un diccionario en línea que hallé a la mano- encontré una definición lo suficientemente general y al mismo tiempo exacta, que nos servirá como punto de partida a nuestro análisis: personaje: persona que por sus cualidades, conocimientos u otras actitudes se destaca o sobresale en una determinada actividad o ambiente social.[2] Téngase en cuenta que la definición no restringe la noción de personaje a alguien necesariamente admirable, sino más bien a alguien necesariamente notable, como apunta Santiago García[3]. Obviamente, esta notoriedad sólo se da por algo que llame nuestra atención, es decir, algo que sobresale del promedio de normalidad al que estamos adaptados. En esta medida, una mujer de dos metros que camina por una calle de Bogotá, se convierte en un personaje gracias al promedio de estatura de las mujeres colombianas. La misma mujer, en una calle de Nueva York, pasará totalmente desapercibida, luego perderá su noción de personaje, para convertirse en una persona común.

Llegamos con esto a una conclusión  que me parece fundamental en cuanto al tema que nos atañe: el personaje depende absolutamente de su contexto. Es su contexto el que lo valida o no como personaje, pues es la noción del promedio la que realmente determina su notoriedad. Sin un contexto claro, el personaje deja de llamar la atención y por consiguiente se convierte en una persona, y de allí sacamos otra valiosa conclusión para nuestro estudio: el personaje debe mantener nuestro interés. En el sentido estricto de la palabra, el personaje  que carece de interés no es un personaje, puesto que estaría renunciando a su característica definitiva.

Obra del escultor Ron Mueck. El gigantismo aparece como el factor de notoriedad
 que le otorga a la escultura su valor como personaje. 
 (fuente: Internet)
Definido el contexto, podemos pasar a establecer la cualidad, conocimiento u otra actitud que nos permitirá hacer que la persona sobresalga lo suficiente como para convertirse en todo un personaje. A este respecto sólo tenemos tres alternativas morales: un personaje mejor que el promedio (e.j. Simón Bolivar), un personaje peor que el promedio (e.j. Garavito),  o un personaje moralmente neutro que se destaca por rasgos que moralmente no son consensuales (ej. La misma mujer de dos metros que camina en Bogotá)[4].  La ficcionalización de los dos primeros, es lo que en drama llamaremos héroe y villano respectivamente. La ficcionalización del último es la más compleja e indeterminada, y creo que de la que se ocupa gran parte del teatro contemporáneo.

Pero antes de entrar en el ámbito del teatro sigamos analizando la acepción general del concepto de personaje. Hemos hablado de su contexto de normalidad, su propiedad sobresaliente, su inherente interés sobre un público y su efecto de notoriedad sobre el contexto social dado. Pero todavía nos falta allanar un campo crucial: su naturaleza de identidad derivada. Aún sin entrar en  el campo de la ficción –del que hablaremos más adelante-, el personaje es ya de por sí una representación de una persona, o mejor dicho –para no traicionar la definición que usamos de premisa-, una persona representada. Hay dos Simón Bolívar: uno es el personaje histórico en su representación consensual y el otro es la persona que él fue. ¿Quién fue Simón Bolívar como persona? Lo supieron si acaso sus más allegados. ¿Quién fue Bolívar como personaje? El Libertador[5].

Bajo este razonamiento podríamos decir que todos somos a la vez personajes y personas, pero hay que tener cuidado en establecer tal distinción. He escuchado bastante hablar sobre el personaje como el rol social que desempeñamos y la persona como el rol íntimo de nuestra vida. Pero si nos apegamos a la definición que tomamos como punto de partida, tener una imagen pública no es suficiente para volvernos personajes, pues como explicamos anteriormente, necesitaríamos un nivel de importancia sobre el promedio para que esto se dé. Lo que sí es verdad es que como seres sociales que somos, estamos muy propensos a volvernos personajes en nuestras vidas. Un padre siempre será un personaje para sus hijos (héroe o villano), pero en su empresa puede ser simplemente un empleado más, es decir, una persona, un individuo. En esta medida es pertinente definir la naturaleza dual sujeto-objeto que conforma el concepto en cuestión. El personaje, si bien es un derivado de un sujeto, es a la vez un objeto creado por el contexto social, y es la representación de un sujeto, mas no exclusivamente un sujeto y esto explica que el personaje sea una categoría que se hospeda eventualmente en un individuo, pero que puede escapar de allí en cuanto el contexto social así lo estime.

Banksy's Jungle Book "executions". La alteración del contexto altera la identidad del personaje.
(fuente: Internet)
Esta dicotomía se comprende más fácilmente cuando los artistas usan seudónimos. Así podremos decir que Isabel Mebarak Ripoll es una persona, en tanto que Shakira es su personaje.  ¿Quiere esto decir que la noción de personaje, aún desde su acepción más global, se encuentra más cercana al terreno de la ficción que de la realidad? Bueno, eso depende de lo que comprendamos por realidad  y por ficción, pues todavía estamos acostumbrados a decir él es una mala persona ante la gente, pero en el fondo es un hombre bueno. Todavía asociamos la verdad como algo íntimo y la mentira como algo público, pero en mi opinión, ambas caras son verdaderas, sólo que cada una es definida desde lugares diferentes: la persona está definida por un círculo social muy íntimo y tiene cierto grado de autodeterminación. El personaje, en cambio, es una figura construida por el contexto,  pero a mi parecer tiene la misma validez moral y de realidad que la figura de la persona. Con esto no quiero decir que todos seamos honestos en ambos contextos, sino todo lo contrario: las mentiras abundan tanto en las personas, como en los personajes, sólo que el personaje tiene un nivel de representación metatextual de la persona. Lo que sí es indudable es que el hecho de que los personajes sean representaciones de personas, de ningún modo implica que el concepto de personaje sea irreal, ni siquiera que sea ficticio; el personaje es tan real como lo es el lenguaje, es un símbolo que representa a la persona. Es como si la persona fuera la firma escrita de puño y letra por su dueño, mientras que el personaje es el nombre de pila digitado por un computador.

Ya para terminar, nos faltaría definir el personaje desde lo pragmático, es decir, cuál es el uso de este símbolo en la sociedad. Al respecto pienso que el personaje,  al destacarse del promedio, se vuelve representante de un contexto social. Paradójicamente aquello que lo hace particular respecto a las demás personas, se convierte en un emblema social, bien sea aspiracional (aquello que no somos, pero que todos queremos o deberíamos ser), o irónico (aquello en lo que jamás deberíamos o querríamos convertirnos). Aún en el contexto más simple, esta función semiológica opera claramente. Pongamos por ejemplo un hombre que come con terribles modales en un restaurante de etiqueta. Rápidamente el hombre se volverá objeto de las miradas de todo el mundo, despertará el interés de los presentes destacándose por su mal gusto, inmediatamente se ha vuelto un personaje. Los demás asistentes lo mirarán de reojo y empezarán a establecer juicios de valor relativamente iguales sobre su conducta: reprobación. El personaje sólo surgirá en la medida en que dicha reprobación se vuelva consensual (no necesariamente absoluta). Una vez el consenso se ha cerrado, la sociedad puede recuperar la calma de nuevo: está tranquila porque por medio del personaje de mal gusto, los presentes han afirmado sus valores respecto a lo deplorable de tener malos modales en la mesa y lo importante de saber comer con categoría. El personaje se vuelve un regulador y conservador del sistema social, bien sea por ironía, bien sea por aspiración. Garavito y Shakira son personajes perfectos para ejemplificar las dos conductas: construimos el personaje de Garavito porque nos identificamos en nuestra repulsión por la pederastia, y por lo tanto, Garavito nos ayuda a afirmarnos en dicha repulsión como algo valioso. Construimos a Shakira porque nos ayuda a sentirnos aceptados en el exterior, nos ayuda a sentir que nuestra imagen internacional puede ser positiva. El hecho es que tanto Garavito, como Shakira, como Simón Bolívar, como la mujer alta y el hombre de malos modales, son personajes que si bien son representaciones de un sujeto, e identidades derivadas del sujeto en sí, son construidos por una sociedad que tiene ciertas necesidades de autoafirmación de sus convicciones morales, sociales, físicas, económicas y existenciales. Como diría Eric Bentley, la percepción se halla sujeta a la necesidad [6] .

Con este análisis ya tenemos definidos unos aspectos concretos que constituyen la esencia de la definición de personaje en términos generales: contexto de normalidad, propiedad sobresaliente, conservación de interés sobre un público, efecto de notoriedad sobre el contexto social, identidad derivada de una persona, y función social. Lo que sigue ahora, es tratar de mostrar cómo estas condiciones semiológicas encuentran su equivalente dentro de la construcción teatral tanto clásica, como contemporánea, y así aventurar posibles exploraciones que nos lleven a redimensionar la expresión de tal concepto sobre la escena y el trabajo del actor.

Notas primera parte:

[1] DIDEROT Denis. La paradoja del comediante. Ediciones del Dragón, Barcelona 1981
[2] http://es.thefreedictionary.com/personajes
[3] GARCÍA Santiago. Teoría y práctica del teatro. Editorial Teatro La Candelaria, 1994.
[4] Téngase en cuenta que cuando hablo de mejor o peor, estoy apelando al consenso social más que a mis opiniones personales sobre los señores Simón Bolívar y Luis Alfredo Garavito.
[5] No quiero sonar esquemático, y por esto aclaro que dentro de Simón Bolívar pueden habitar otros mil personajes en otros mil escenarios, y pueden existir otras mil personas diferentes. Pero para mayor nitidez en lo que pretendo definir, me limito a exponer a Simón Bolívar como personaje histórico dentro del consenso de la historia oficial al respecto. 
[6] BENTLEY, Eric. La vida del drama. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2004.


2.      EL PERSONAJE EN EL TEATRO

Our private life de Pedro Miguel Rozo, dirigida por Lyndsey Turner. Royal Court Theatre, Londres.
(Fotografía: The Guardian, 2011)

La inspiración es la obediencia instintiva de las leyes naturales.
                  L. Pirandello[1]

Si seguimos bajo la premisa de comprender y definir el concepto de personaje desde el uso que hacemos de esta palabra hoy en día en nuestro contexto general, tendremos que volver otra vez a the free dictionary y mirar la segunda definición que nos ofrece para personaje, que en parte es la que nos concierne en este capítulo: personaje: 2. Ser ficticio, inventado por un autor, que interviene en la acción de una obra literaria o de una película: la Cenicienta y los tres cerditos son personajes de los cuentos infantiles[2].

No creo que hiciera falta que el diccionario limitara la definición a la literatura y al cine (ya esto nos devela cuán insignificantes somos los teatristas para el sentido común). Sin embargo, sabemos que quitándole esta limitante a la definición, podríamos aplicar este concepto a Hamlet, Antígona, el rey Lear, las tres hermanas, etc.; pero aún así todos estos personajes pertenecen a la ficción exclusivamente,  y por lo tanto nos definen al personaje sólo en lo relativo a ello. Pero ya hoy en día no somos tan ingenuos como para creer que el teatro es sólo ficción[3]. El teatro como acción escénica contiene también elementos que están fuera de ella, pero que trabajan como referentes de ésta. Me explico: cuando me leo los tres cerditos que sabiamente the free dictionary ejemplifica, el único referente para-ficcional que necesito para acceder al personaje es el libro como objeto, las páginas, los dibujos, etc. No es lo que sucede en teatro: para poder penetrar en la ficción de un personaje, necesito de un referente material que es a la vez un sujeto, que refiere al sujeto ficcional, pero que no hace parte de la ficción propiamente dicha. Un sujeto que estando en la normalidad promedio de la sala, se destaca porque posee una propiedad notable, que es la de ser el responsable de expresar la acción dramática, a través de la cual debe despertar nuestro interés. ¿No es esto en sí mismo lo que según el capítulo anterior definiríamos como personaje?... mi respuesta es sí. En este sentido estoy de acuerdo con lo que dice Juan Antonio Hormigón al respecto: la existencia del actor presupone el personaje en el sentido más amplio del concepto[4]

Así pues, si el concepto general de personaje posee una naturaleza dual (personaje-persona), la naturaleza del personaje de teatro es más compleja todavía, pues en realidad siempre estaremos hablando de dos personajes teatrales: uno, el actor en su personaje social y el otro, el personaje que interpreta. Al respecto me podrían objetar que el actor es la persona y que su personaje sería esta mimesis de un ser proveniente de la ficción. Pero si tenemos en cuenta que la noción de personaje no es restrictiva al campo de la ficción, como estudiamos en el capítulo anterior, entonces estamos frente a un fenómeno de percepción doble y simultánea: el espectador, conforme transcurre la representación teatral, está percibiendo tanto al personaje ficticio, como al personaje social en que el actor está inserto; y si bien, cada uno de éstos posee características específicas –las que mencionaré más adelante-, ambos son personajes teatrales y como tales comparten ciertas características en común que vale la pena enumerar antes de hablar concretamente de cada uno.


2.1.            El personaje como metonimia:

Cada vez que ladran los perros. De Fabio Rubiano. 
Dirigida por: Pedro Miguel Rozo. Actuación: Sandra Camacho
Corporación Luna, 2008.
Luigui Pirandello explica el nivel metonímico como la figura mediante la cual tomamos la parte por el todo, lo cual tiene implícita una paradoja: la parte, que supuestamente es lo opuesto al todo, se termina volviendo símbolo del todo como tal. La metonimia en este sentido es una propiedad de toda obra de arte, que en sí misma debe representar todo el mundo al que dicha obra de arte pertenece, por lo que la obra de arte debe tener por un lado un elemento que le dé unidad (al ser una parte específica del mundo), pero por el otro, debe tener la variedad suficiente para poder abarcar dentro sí la representación del todo[5].

Patrice Pavis desarrolla esta misma idea, pero ya hablando en concreto del personaje teatral, que al igual que la obra de arte, es metonímico y por lo tanto debe regirse bajo un patrón que le permita definir su unidad, pero al mismo tiempo le otorgue suficiente variedad y polivalencia para que pueda ser lo suficientemente contundente en su efecto de notoriedad sobre las tablas.  De este modo, el personaje teatral tiene una naturaleza sintética y analítica al mismo tiempo: como parte, tiene un valor específico que se define por su particularidad, es decir por aquello que es propio exclusivamente de él como individuo, desde su gesto más trivial, hasta sus peripecias más definitivas en una fábula. Esto es lo que Aristóteles llama el carácter[6], y su construcción sería la primera parte del trabajo del dramaturgo, el director y el actor: ¿cómo encontrar aquello que es absolutamente singular y específico a este personaje y a nadie más?… El resultado de esta construcción sobre el espectáculo es un efecto de distanciamiento –entendido fuera del contexto brechtiano- en la medida en que el público reconoce en el personaje teatral la otredad, y esto le permite juzgar, ironizar, analizar el personaje como un ente perteneciente a una realidad autónoma de la del espectador.

Por el otro lado, el personaje teatral se compone de un paradigma, o lo que Diderot denomina condición[7], por medio de la cual el personaje completa su naturaleza metonímica, volviéndose representación ejemplar de un todo. La condición del personaje debe ser algo que es común a todo el mundo, o por lo menos al contexto de público al que pretendemos llegar. El efecto de la condición del personaje teatral sobre el público es la identificación, y aquí, contrario al efecto de distanciamiento, el público debe sentir que este personaje tiene algo de él mismo, la otredad se rompe y es cuando se produce la identificación emocional en donde el público se pone en el lugar del personaje y por lo tanto, vive con él sus emociones positivas y negativas. Es por medio de esta dialéctica entre lo general y lo particular de un personaje, que éste alcanza ese nivel metonímico que describíamos al principio y que es fundamental a la hora de definir un personaje teatral verdaderamente efectivo en su interacción con el público.

2.2.            Ausencia y presencia del actor en el personaje:

Tenemos asociado en nuestra mente la presencia del personaje con la presencia del actor, y mucho más cuando se trata de la convención teatral. Tradicionalmente, incluso desde la academia, la construcción del personaje es  algo que no trasciende la interpretación actoral, la cual está limitada a interpretar el personaje como unidad de acción dramática, lo que ya de por sí está dejando por fuera no sólo el personaje social, sino otras mil posibilidades que puede ofrecer el personaje ficcional desde su modo de representación. Reiterando sobre el personaje teatral como una construcción social, deduciremos que no necesariamente el actor tiene que interpretar un personaje para que el público lo lea como tal y viceversa.  El actor tiene muchas otras opciones de habitar el universo tanto de su personaje social, como de su personaje ficcional, que no sólo la de la encarnación implícita en el si mágico de Stanislawski.

Un ejemplo de esto es la puesta en escena de Mapa Teatro Psicosis 4.48 de la dramaturga británica Sarah Kane. Si mal no recuerdo, el monólogo consta de una proyección de fotos de objetos personales viejos, a través de un proyector de diapositivas manejado por Heidi Abderlhalden, quien aparece en escena con un vestuario peculiar, y sin una gota de representación actoral. Heidi se encarga de manipular el proyector hasta que la obra llega a su fin, mientras escuchamos la narración del monólogo en una voz en off pregrabada. ¿Podemos decir que Heidi interpretaba un personaje? No. ¿Podemos decir que la obra era post-dramática y renuncia al concepto del personaje como motor del drama?... Tampoco. Por supuesto que hay personaje, y no sólo social, sino ficcional, sólo que la representación está organizada de manera tal, que éste se hace patente por otros medios, que no son de interpretación actoral: el vestuario, las fotos, la voz en off. Hemos vivido muchos años bajo el mito de que es el actor quien construye el personaje, que el personaje es una identidad derivada del actor, cuando esto es tan sólo una de las muchas opciones que existen, y no es sólo una prerrogativa del teatro contemporáneo, vámonos un poco más atrás.

Psicosis 4:48. De Sarah Kane. Dirección e interpretación: Heidi Abderlhalden.
(fuente: archivo virtual de artes escénicas, 2003)

 En señorita Julia de August Strinberg, el personaje del conde está allí. Su identidad como personaje no está derivada de un actor, sólo vemos un par de botas y tres actores que se encargan de codificar el objeto hasta el punto de construir el personaje tan claramente, que la presencia de las botas en escena infiere la capital importancia del personaje del Conde en las vidas  de Julia y Jean. De este modo, diríamos que los intérpretes de esta pieza tendrían no sólo la responsabilidad de construir su personaje  propio, sino que además deben construir al personaje del Conde. De nuevo, la construcción del personaje trasciende la noción de encarnación del mismo.

Sólo en la medida en que entendamos que un personaje no necesariamente comporta una persona, y que ésta no necesariamente tiene que guardar una relación icónica entre actor y personaje, entonces podremos comprender que construir un personaje va mucho más allá de lo que llamamos la caracterización física  y emocional del actor, y que la interpretación actoral en tanto representación no siempre es necesaria para que el personaje teatral exista incluso dentro de la ficción. No quiero decir con esto que el actor sea un accesorio para el personaje. El actor es un elemento del teatro, pero su responsabilidad en escena va mucho más allá de encarnar un personaje, pues este actor en muchas ocasiones tendrá que limitarse a dejar de representar, justamente para permitir que la imagen por sí misma le otorgue al público la ilusión de una persona, que es finalmente la definición del personaje teatral ficcional[8].

Debemos entonces ser conscientes de la clasificación de los personajes de acuerdo con su nivel de presencia actoral. Por un lado tendríamos a los personajes patentes, que están representados en el actor, aún cuando el actor no necesariamente ejecute la tarea de representarlo, y por el otro tenemos a los personajes latentes, que son aquellos personajes que aparecen inferidos por la escena, aunque figurativamente no estén allí presentes. Las botas del Conde por ejemplo, son un índice excelente para demostrar la fuerte presencia de un personaje latente en escena.

Así pues, no se trata de despojar al actor de su oficio de construir personajes, se trata de comprender que la responsabilidad de construir el personaje no reside únicamente en la interpretación como tal y que muchas veces, ésta se vuelve un obstáculo precisamente para llegar a definir rasgos más profundos del personaje, cuya decodificación no está sujeta a la caracterización física, sino a la semiótica del espacio, la imagen, el sonido, o simplemente el texto.  Como diría el dramaturgo José María Diez, hablar de ausencia, es hablar de la forma de estar presente[9]

2.3.            Lo activo y reactivo en el personaje:

La reducción del trabajo del actor sobre acción dramática proviene de una fidelidad –quizá excesiva- al legado de Aristóteles en su obra El Arte Poética. La acción se vuelve el único patrón mediante el cual se debe analizar y construir un personaje, cuando como hemos visto, existen otros muchos aspectos a tener en cuenta que enriquecen el universo creativo del actor.

Con esto no pretendo de ningún modo desestimar la importancia de un factor tan relevante como el de la acción dramática en un personaje. Pero ¿qué pasa cuando el personaje es más reactivo que activo? ¿Qué sucede cuando es más la acción que el personaje recibe que la que el personaje provoca en el entorno? ¿Diríamos entonces que esto anularía la riqueza creativa del personaje? Tomemos por ejemplo el monólogo acto sin palabras de Samuel Beckett. Allí encontramos a un hombre que es absolutamente controlado desde el exterior y por lo tanto, todas las acciones dramáticas provienen del entorno. No vale la pena devanarse los sesos pensando en crear una acción dramática desde el personaje protagonista: si bien es totalmente válido definir a un protagonista por la acción, también lo es definirlo por su reacción. Así como hay una cadena de acciones, hay una cadena de reacciones y es justamente sobre esta cadena de reacciones (que Aristóteles denominaba reconocimientos) que el actor de acto sin palabras debe construir su desempeño en escena.

Acto sin palabras. De Samuel Beckett. 
(fuente: wordpress.com)
No pienso que necesariamente se deba llegar a un equilibrio entre acción y reacción, como sí sucede con el equilibrio que debe haber entre condición y carácter.  Creo que sencillamente hay que encontrar cuál es la esencia activa y reactiva del personaje y cómo funciona este nivel de acción y reacción respecto al contexto. En ocasiones es interesante que el personaje sea más activo que reactivo. No me imagino a Ulises elaborando un duelo por cada desgracia que le ocurre en su camino a Itaca, pero en cambio, sí espero una reacción contundente por parte de las tres hermanas cuando llega la hora de partida de sus amigos militares.  Digamos que el nivel reactivo y activo del personaje depende enormemente del tono y el género dramático, pero también del nivel activo y reactivo esperado y generado por el público en el momento de la representación: la irritabilidad o invulnerabilidad del personaje son herramientas igualmente efectivas para darle contundencia a un suceso teatral.

2.4.            La situación:

Situarse implica en el sentido estricto de la palabra, ubicarse espacio-temporalmente. En dónde estoy y en qué tiempo estoy. No puede ser que las preguntas sobre de dónde vengo, quién fui, para dónde voy, sean preguntas más importantes que el aquí y ahora del personaje (tanto social como ficcional). Si bien la escena nos emite pistas sobre el pasado y el futuro del personaje y de la acción, lo fundamental es realmente lo que pasa en ese momento exacto en que los personajes se encuentran. A ese aquí y ahora es al que yo le llamo situación. Ahora bien, la dimensión física y temporal ya tiene bastantes niveles de significación y pienso que entre más niveles estén especificados, más compleja y vasta será la configuración del personaje. No es lo mismo ubicar un personaje en un bosque, que situarlo en un bosque de tierra fría, pero además que es oscuro, y además está repleto de animales nocturnos… en la medida en que voy desentrañando la especificidad de ese espacio, la situación en la que el personaje se encuentra se va volviendo más y más concreta como realidad para el espectador. Esto no necesariamente implica un hiper-realismo en la puesta en escena. Una cosa es que yo como actor o director posea claridad específica sobre el entorno físico-temporal de la escena, y otra es que opte por representar esto de una manera realista.

Ahora bien, la definición espacio-temporal, es decir la situación teatral no se hace exclusivamente desde una perspectiva física: el espacio y el tiempo se definen también desde lo simbólico, es decir, desde lo que el espacio como tal representa según el enfoque de la escena (muerte, guerra, paz, etc.), pero igualmente desde una perspectiva funcional, es decir, para qué le sirve al personaje este espacio. Siguiendo con el ejemplo del bosque, yo podría decir que se trata de un bosque de páramo alto andino (dimensión física), pero además es un espacio que simbólicamente debe representar la zozobra del personaje, y funcionalmente es un espacio que le sirve al personaje para estar solo y confesarse (dimensión funcional). Igual podríamos definirlo desde el tiempo: el tiempo físico puede ser la noche, la noche como representación de la zozobra, y el tiempo es el momento que el personaje necesita para hacer su expiación. La priorización de un nivel sobre el otro es la que determinará el estilo de puesta en escena sobre la que se trabaje. En Lorca, por ejemplo, es fácil encontrar la dimensión simbólica priorizada, en tanto que en Spregelburd el espacio privilegia lo funcional, y en Chéjov se da prelación a lo físico. De cualquier forma, las tres dimensiones coexisten y se complementan para de este modo otorgarle al personaje su situación tanto dramática como teatral.  

La construcción de esta situación es además la que nos otorga lo que en el capítulo 1 denominábamos el contexto de normalidad del personaje. Y por consiguiente, este contexto debe estar diseñado en función del personaje y el personaje en función de él, pues de dicha dialéctica es que surge el efecto de notoriedad imprescindible para la existencia del personaje. La relación entre personaje y situación puede ser positiva o negativa para el personaje y positiva o negativa para el espectador. Más importante que esto, es la conciencia de establecer siempre un contexto lo suficientemente definido y lo suficientemente uniforme para que el personaje pueda destacarse sobre él, tanto física, como simbólica y funcionalmente con un relieve lo bastante contundente para hacerse acreedor a su categoría de personaje teatral.

2.5. El actor como personaje:

Sabemos que el teatro tiene siempre un aspecto representacional y un aspecto llamémoslo performático. Por más precisa y minuciosa que sea la partitura de una obra, cada presentación de la misma va a poseer relieves distintos porque, pese a que hay una ficción que se repite, existe en el teatro también una naturaleza eventual, que es lo que en happening se denomina presentación[10].

Existe un gran debate contemporáneo sobre si el teatro debe representar o debe presentar. Particularmente a mí este debate no me interesa, pues no comprendo por qué tendríamos que renunciar a una de las herramientas por preferir la otra, cuando podemos hacer uso de las dos para nuestro mayor provecho. Pensar que una acción presentada es más sincera y honesta que una acción representada, es una ingenuidad en la que han incurrido cantidad de artistas autoproclamados posmodernos, que construyen happenings totalmente carentes de honestidad.

Semejantes actos de ingenuidad surgen precisamente porque pensamos que por fuera de la representación dramática se encuentra la persona como tal. Falso. Este razonamiento proviene de un idealismo platónico sobre la verdad esencial y absoluta, que hoy en día se vuelve un anacronismo imperdonable. Por fuera de la representación sigue existiendo el personaje, tal y como vimos en el capítulo anterior. Cuando Isabel Mebarak camina por la calle, la gente está viendo a Shakira así ella no esté interpretando deliberadamente su personaje. Recordemos que el personaje no es una noción sólo autodeterminada, la sociedad también construye el personaje y por lo tanto, Shakira sigue estando allí, por más que Isabel quiera tratar de no ser Shakira en determinado momento.

Así pues, es imposible pretender que un actor sea él mismo como persona en escena, aún cuando él como actor realice un esfuerzo efectivo en conseguir una espontaneidad no imaginaria, que es la concerniente a este campo de la presentación. Hay dos problemas de por medio: el primero, la conciencia de ser observado. Eso lo cambia todo. Es como pretender decir que los protagonistas de un reality se comportan durante su hacinamiento en una casa plagada de cámaras por todas partes, tal y como se comportan en su vida diaria. Es imposible: por más que no lo quieran, ellos van a empezar a interpretar un personaje. No un personaje ficticio, llamémoslo un personaje social.

Ahora bien, digamos que el actor encuentra los mecanismos efectivos para conseguir que su persona aflore de una manera no representada. Aún así, será víctima de la representación (no de la representación ficcional, eso sí), puesto que por muy anodino y espontáneo que el personaje quiera parecer, el sólo hecho de ser un actor parado en el escenario ya lo vuelve un ser notable respecto al promedio: en una representación teatral la mayoría de las personas están en una actitud distinta de la actitud del actor, exceptuando aquellas funciones de los miércoles en que las salas están vacías y hay más número de actores en escena que de público en las sillas (en este caso, el personaje vendría a ser más el público que los mismos actores). El personaje es la cárcel del actor. Querámoslo o no, nuestra géstica, nuestra kinesia, nuestra energía natural tienen un poder expresivo muy específico del que tenemos que ser conscientes, primero, para hacer uso de ello en escena, y segundo, para no engañarnos bajo la ilusión de que el personaje ficticio será lo suficientemente grande como para cubrir nuestro personaje social ante un público.

Inferno. De Romeo Castelucci. Uno de los directores escénicos que más 
ha cuestionado la noción del personaje como mímesis.
Pienso que no debería asustarnos la idea de que seamos personajes, en tanto seamos conscientes de ello y tratemos de que el personaje que desempeñamos en escena nos ayude a generar un compromiso interior más fuerte entre actor y audiencia. Hay actores que se comunican más fácilmente con el otro a partir de su personaje social, en tanto que hay actores que necesitan del personaje ficticio para poder expresar cosas que eventualmente no podrían decir desde su personaje social, tanto por los límites de privacidad que son totalmente distintos de persona a persona, como por el tipo de construcción de personaje que suscitan involuntariamente ante el público.

Si somos conscientes de que somos personajes cuando estamos en escena, así no interpretemos un personaje ficticio, entonces tenemos que evaluar sus componentes al respecto preguntándonos: ¿qué es lo que está haciendo de mí un personaje aparte del hecho de ser un actor? ¿Cuál es el contexto de normalidad en el que estoy inmerso y sobre el cual estoy generando un efecto de notoriedad? Y más aún, ¿cuál es la propiedad que como personaje poseo y que me hace sobresalir del promedio de manera notable? Seamos sinceros: uno va a teatro porque quiere ver personajes, es decir, personas que le narren visual o verbalmente cosas interesantes. Y ojo, no digo la palabra interesante desde su acepción esnobista, sino desde su sentido literal, es decir, desde el poder que tiene algo para mantener mi interés allí por cierto período de tiempo.

Ahora bien, el trabajo del actor sobre su personaje no ficticio debe ir enfocado en dos sentidos: por un lado, en el de afinar  y precisar el tipo de personaje social que desea proyectar sobre el espectador, y por el otro, en el de afinar y condicionar el contexto de normalidad del público, para de tal modo explorar a mayor profundidad el efecto de notoriedad con el que podrá mantener el interés de los espectadores. Voy a poner un ejemplo: supongamos que voy a hacer una obra con la participación de un actor enano. Sería demasiado ingenuo pensar que el enanismo no trae implícito en este actor un personaje social en un público cuya estatura promedio estará seguramente por encima de la estatura del enano.  Ahora bien, este personaje social no debería ser una limitación, sino una herramienta de trabajo para el actor. El actor no puede trabajar su personaje ficticio olvidándose del personaje social, porque el espectador es lo suficientemente inteligente para leer los dos personajes al mismo tiempo. El público no sucumbe completamente a la ilusión de la escena, y quizá eso es lo fascinante del teatro: por muy construida que se encuentre la ilusión, ésta siempre va a quebrarse y recomponerse permanentemente durante el evento.  De esta manera, el actor tendrá que trabajar, en la construcción del contexto de manera simultánea a la representación. El personaje social es performático también y se va construyendo conforme a las reacciones que el público va expresando ante el desarrollo de la escena. Es allí en donde el actor debe modular su personaje social y encauzarlo hacia las fronteras donde lo quiere llevar: el enano como expresión de horror y deformidad, o como símbolo de simpatía y humor, o como generador de compasión… las posibilidades al respecto son infinitas.

Naturalmente, la construcción de este personaje social no es sólo una responsabilidad del actor. Como lo he enfatizado, el personaje es una construcción social y por lo tanto, requiere de un nivel de colaboración por parte del resto del equipo creativo y por parte del público para que esto se pueda dar. Un público con unos prejuicios sobre el enanismo absolutamente infranqueables no le va a permitir al enano construir un personaje por fuera de los estereotipos ya conocidos al respecto. Asimismo, un director de escena que elige trabajar con el actor enano sin tener conciencia del tipo de personaje social que tiene en sus manos, sencillamente está desaprovechando las posibilidades de su material. Es también responsabilidad del director de escena construir para este enano una atmósfera contextual lo suficientemente precisa para condicionar al espectador hacia la lectura de personaje que se desea. Desde el programa de mano, desde la música de la entrada, desde el tono de la actuación, el director está condicionando ciertas lecturas morales que pueden facilitar u obstaculizar la cooperación del público en la construcción del personaje. El riesgo de trabajar con un enano dentro de una obra naturalmente es que el personaje social se puede volver más fuerte que el personaje ficcional, pero eso no tendría que ser un problema; lo que sí obligatoriamente tendría que ser es una decisión estética y no un accidente.

Pensemos por ejemplo en Valerie Domínguez como persona y como personaje. Hay una relación directa entre el uno y el otro, aún cuando se trate de conceptos diferentes, el personaje es sin duda el símbolo de la persona.  Pero esto no es lo que necesariamente sucede en el caso del teatro. El actor, que en este caso sería la persona, no necesariamente aparece simbolizado en su personaje. Existen no obstante excepciones, se me viene a la cabeza el monólogo A Fanny lo que es de Fanny, interpretado por Fanny Mickey, en donde vemos una interesante equivalencia entre personaje y persona que hace de la identidad derivada (el personaje que Fanny interpreta en escena) un símbolo (fidedigno o no) de lo que fuera Fanny en la vida real como persona. Sería injusto hablar sobre las bondades o imperfectos de este experimento ahora, que la actriz ha pasado a mejor vida, pero el ejemplo nos ilumina muy acertadamente sobre el tipo de distancia o proximidad con la que actor y director pueden abordar su personaje.

Existen también otros casos en los que el personaje se interpreta a sí mismo, pero el público no es explícitamente informado al respecto. Aquí tenemos una interesante ambigüedad semiológica: mientras el espectador supone que está viendo un personaje, realmente está contemplando a una persona. Sin embargo, tomar lo uno por lo otro sin permitirle al espectador la duda sobre la línea entre realidad y fantasía, pienso que es un experimento absolutamente inútil. He visto muchos casos desafortunados justamente por este error: se piensa que por el sólo hecho de tratarse de un material autobiográfico y no representado, el público mágicamente tendría que deducir su origen y por lo tanto se identificará más a profundidad con el personaje. Es como si yo decidiera hacer la película diarios de motocicleta pero sin permitir que en ninguno de sus paratextos se sepa que se trata de la vida del Ché Guevara… sería la película más aburrida de la historia! Si justamente el valor que tiene la película es la sutileza de la anécdota en la que se pretende desnudar al personaje histórico desde su cotidianidad aparentemente pueril. El personaje histórico que, a través de sus diarios personales se vuelve un personaje persona, es decir, un personaje definido desde su intimidad, justamente para hacer más sólida la ilusión de su existencia que no obstante sabemos que es ficticia. Algo como lo que hace Gabriel García Márquez con El General en su Laberinto.

2.4. El personaje ficcional:
  
En la vida y en el teatro, el personaje cumple una función. La función que cumple el personaje en la vida es de orden moral, la que se cumple en el teatro es de orden comunicacional. Patrice Pavis define al personaje como la sustitución mimética de una conciencia[11], y desde esta perspectiva es totalmente legítimo entenderlo así hasta cierto punto. Greimas plantea a través del modelo actancial de los personajes a éstos como la alegoría de una estructura de valores que se hallan en pugna. Así pues, diríamos por ejemplo que el fantasma de Hamlet es la representación de la justicia, en tanto que Claudio sería la representación de la impunidad. Greimas propone entonces que el nivel profundo de análisis de personajes siempre redundará en comprender cuáles son los valores que éstos representan.

Esta categoría nos dilucidaría muy fácilmente la función comunicacional del personaje en obras en las que los valores que cada personaje representa son constantes. Pero realmente no estaría tan seguro de que un entendimiento tan alegórico de los mismos pueda leer de manera fidedigna la realidad contemporánea que estamos viviendo y de la que hablaba en la presentación de este marco teórico. Estamos absolutamente seguros que el fantasma de Hamlet representa la justicia? Y si eso es cierto, entonces por qué el fantasma no se le aparece a Hamlet para advertirle que la reina tomará de la copa envenenada? Es justo que la reina perezca por un error? No creo que el fantasma lo piense, pues en el acto anterior justamente había disuadido a Hamlet de ser tan duro con Gertrudis. Vamos más allá. Por qué el fantasma le anuncia a Hamlet el responsable de su muerte y no es capaz de advertirle sobre la emboscada de la que ha sido víctima? Porque no puede? O porque no quiere? En cualquiera de los dos casos, se nos cae la teoría de que el fantasma representa la justicia: si no puede, quiere decir que el cosmos no es justo y por ende el fantasma no sería una representación coherente del cosmos en que él habita, si no quiere, querría decir que es injusto por voluntad propia y ahí sí la contradicción es mayor. Es probable que el fantasma sí represente a la justicia, pero sólo por un fragmento y luego es reemplazado por Ofelia, posteriormente por Fortinbrás.

Hamlet en la puesta escénica de Tomaz Pandur. (fuente: entrebambalinas.net, 2013)

No me siento con derecho ni conocimiento para impugnar el modelo actancial de Greimas, pero sí para relativizarlo, así como se relativizaría la misma definición que Pavis hace sobre el personaje como conciencia mimética. Estoy de acuerdo en que los personajes representan valores. Pero los valores, como todo en la vida, cambian y los personajes no necesariamente tienen que obedecer a un mismo principio moral y ordenador.  Hoy tenemos unos valores, y mañana tenemos otros, así que en un momento de una obra, un personaje puede representar una cosa, y en otro momento puede representar otra. Sin embargo, seguir el patrón actancial fielmente hasta sus últimas consecuencias, podría ser interesante.

Qué pasa si entendemos al personaje como una unidad de valor? Si hemos decidido que sea así, Fortinbrás, Ofelia y el fantasma de Hamlet podrían convertirse en un solo personaje. Vuelvo al tema, por qué pensar que el personaje necesariamente tiene que ser un individuo? Bajo este orden Hamlet, en su divagar por sus errantes funciones actanciales, podría ser interpretado por varios actores, en donde cada uno sería la alegoría más de un valor, que de un individuo. No se trata de presumir de contemporáneos, al contrario: la alegorización de los personajes por valores era una sistema de representación bien conocido durante el teatro Renacentista. Lo que sí se podría subvertir es la idea platónica de que cada forma corresponde a una idea, para así, al liberar al personaje del limitado cuerpo de un actor, poderle dar posibilidades inimaginadas, que aún así no desdibujan la coherencia y el sentido del texto original, o de la interpretación axiológica que quiero hacer de él.

Si defino el personaje como una función, entonces el individuo no sería una limitante; como dice Pirandello: la presunta unidad de nuestro yo no es otra cosa en el fondo que un agregado temporal, escindible y modificable de diversos estados de conciencia[12]. Y sería desde la búsqueda de esta conciencia mimética de Pavis, en donde tendríamos que entrar a redefinir el personaje de una obra más allá de las instrucciones literales del dramaturgo y ahondando en sus instrucciones más profundas y secretas.

Notas segunda parte:

[1]PIRANDELLO, Luigui. Obras escogidas (Arte y ciencia). Editorial Aguilar, Madrid, 1958.
[2] http://es.thefreedictionary.com/personajes
[3] LEHMAN, Thies Hans. Postdramatic theatre. Routledge Taylor and Francis Group, Great Britain, 2006.
[4] GARCÍA Lorenzo Luciano. El personaje dramático. Ponencias y debates de las VII Jornadas de Teatro Clásico Español. Taurus Ediciones S.A., 1985, Madrid. (ponencia a cargo de Juan Antonio Hormigón).
[5] PIRANDELLO, Luigui. Obras escogidas (Arte y ciencia). Editorial Aguilar, Madrid, 1958.
[6] ARISTÓTELES, El Arte Poética. Editorial Itsmo S.A. 2002, Madrid.
[7] DIDEROT Denis. La paradoja del comediante. Ediciones del Dragón, Barcelona 1981
[8] PAVIS, Patrice. Diccionario teatral. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2008.
[9] GARCÍA Lorenzo Luciano. El personaje dramático. Ponencias y debates de las VII Jornadas de Teatro Clásico Español. Taurus Ediciones S.A., 1985, Madrid. (ponencia a cargo de José María Diez).
[10] LEHMAN, Thies Hans. Postdramatic theatre. Routledge Taylor and Francis Group, Great Britain, 2006.
[11] Ibid.

El presente marco teórico se aplicó al montaje de la obra "nuestras vidas privadas". Parte de las memorias de este proceso se encuentran aquí