jueves, 9 de enero de 2014

Los crímenes del Príncipe Hamlet

LOS CRÍMENES DEL PRÍNCIPE HAMLET
Pedro Miguel Rozo Flórez

"Hamlet, Príncipe de Dinamarca" Montaje de V año de Artes Escénicas, ASAB, 2012

El mito romántico de Hamlet ha superado la obra homónima de Shakespeare. La figura del príncipe que medita sobre el sentido de la existencia con una calavera en sus manos, no resulta ajena a ningún individuo promedio de la sociedad occidental. El romanticismo hizo lo suyo en el reciclaje de las tragedias clásicas: las propagó por todo occidente, pero además les otorgó un halo de humanismo progresista que sin duda ha influenciado la perspectiva desde la cual se ha interpretado el drama desde el siglo XVI hasta nuestros días. Tal efecto, si bien ha permitido que la tragedia de Hamlet subsista en nuestra cultura contemporánea más popular, la ha llevado a una simplificación extrema de su contenido, al haberse vuelto un rígido palimpsesto en el cual el texto dramático y el discurso romántico que se ha construido sobre él, se han entremezclado a tal punto, que resulta complejo distinguir lo uno de lo otro. Considero que el establecimiento de dicha distinción se vuelve necesario hoy en día, a fin de relativizar la mitología romántica que se ha construido en torno a este drama, y así aproximarnos a una lectura más contemporánea del texto y más pertinente al momento histórico que vivimos en la actualidad. 


 [1]. Bajo esta concepción romántica, Hamlet es una suerte de clarividente, con una lucidez sobre la ética y la moral que le permite desentrañar la corrupción del sistema en el que habita, y es justamente este nivel de conciencia el que le impide ejecutar la acción de la venganza. La superioridad moral del personaje comporta una inferioridad en su madurez emocional para llegar a una coherencia entre pensamiento y acción[2].
 A.C. Bradley define Hamlet como la tragedia del idealismo moral. Es innegable que esta interpretación está fundada sobre textos literales de la obra en donde el personaje de Hamlet admite manifiestamente su situación.  Sin embargo, es importante tener en cuenta que esta mirada parte de una concepción del héroe como un personaje externo a la sociedad, pero ¿acaso Hamlet no hace parte de esa sociedad en la que él habita? Su silencio y su pasividad sin duda son los mejores cómplices para preservar la impunidad en Élsinor, así que la noción de Hamlet como una autoridad moral superior en un sistema decadente, empieza a perder peso. El hecho de que Hamlet sea consciente de la degradación moral del reino y no haga nada concreto al respecto, lo pone incluso en un nivel de moralidad inferior respecto a otros personajes del drama que tienen al menos el beneficio de la ignorancia[3]. Hamlet, siendo consciente plenamente de la situación, tiene más responsabilidad moral al respecto, lo que pone en cuestionamiento el sentido de conmiseración en el que se enmarca esta interpretación del intelectual impotente, que además, se siente con ínfulas suficientes para criticar a todos a su alrededor sin ser capaz de reconocer en frente de ellos su discapacidad moral, que sólo confesará cuando está a solas o con Horacio, que es el amigo perfecto para un narcisista como Hamlet: con el rango social lo suficientemente alto para comprender los raciocinios del príncipe, y lo suficientemente bajo como para no atreverse cuestionar sus acciones.


Ahora bien, ¿podemos afirmar que un personaje que sólo acepta las críticas de sí mismo, negándose de plano a someterse al escrutinio de los demás, posee un nivel de conciencia superior? ¿Cómo podría tener tal nivel si ni siquiera es capaz de admitir la inmoralidad de sus actos en comparación con la inmoralidad con que juzga a las personas de su entorno? No. Hamlet no es una autoridad moral superior, aún cuando él mismo lo diga y cuando él mismo genuinamente lo crea. Naturalmente la mitificación de la intelectualidad de Hamlet parte de una concepción romántica en la cual el intelectual es un personaje ajeno a la sociedad, con una sensibilidad especial y exento de responsabilidades terrenales. Hoy en día sabemos que el mito del intelectual ha caducado: los intelectuales, como cualquier otro ciudadano, pagan servicios públicos, tienen sistema pensional, salen de vacaciones, se enferman, en suma, son ciudadanos exactamente iguales a cualquier otro, y por ende, hacen parte del engranaje social, por más que pretendan sustraerse del mismo. 

La interpretación de un Hamlet como una mente superior, víctima de una sociedad que no le da la talla, considero que es una mirada anacrónica del conflicto que si bien nos permite indagar en los sistemas de corrupción de un Estado, nos restringe a una visión maniquea y binaria según la cual el individuo y la sociedad siguen siendo categorías separables, en donde sigue existiendo una mirada pura y objetiva de la realidad. Por este camino se desaprovecha una lectura irónica y satírica de un miembro del Estado que se duele de la corrupción del mismo, pero que al mismo tiempo hace parte de él y quiéralo o no, debe funcionar acorde con sus maquinarias. En resumidas cuentas, la historia de Hamlet, es la historia de un burócrata.

No obstante, Peter Brook afirma que Hamlet es un pacifista que se ve instado a hacer justicia y que este dilema es el que le da vigencia a toda la obra hoy en día[4]. Brook funda su argumentación diciendo que la misión que el fantasma le pide cumplir a Hamlet es imposible: “Véngale de su infame y monstruoso asesinato (…) pero de cualquier forma que realices la empresa no contamines tu espíritu…”[5]. Sin duda, con esta mirada, Brook le concede a la obra un nivel de actualidad sobre la noción de justicia muy interesante, pues plantea una pregunta que no cesan de formularse los gobiernos mundiales, los grupos subversivos, los paramilitares. ¿Cómo hacer justicia sin contaminar nuestro espíritu? Según Brook, ese es el dilema que provoca la dolorosa postergación de la venganza en Hamlet: para hacer justicia me tengo que volver un asesino, una paradoja que él como pacifista no puede elaborar moralmente.


"Hamlet" de Peter Brook

Con todo el respeto a la trayectoria de Peter Brook, debo decir que su interpretación sigue atravesada por los mitos románticos que se han construido alrededor de Hamlet. No creo que Hamlet sea un pacifista. No es del todo improbable que un pacifista mate asaltado por la ira y en un impulso irreflexivo, tal y como Hamlet asesina a Polonio. Pero me pregunto si un pacifista que se resiste a cometer la venganza porque no quiere “contaminar su espíritu”, puede ignorar el cadáver y seguir discutiendo con su madre sin el menor remordimiento. Me pregunto si además, un pacifista verdadero tiene las agallas para esconder el cadáver del padre de la mujer que él supuestamente ama, y luego marcharse a Inglaterra bajo las órdenes de su padrastro, con el fin de eludir su responsabilidad en el crimen, para terminar allí asesinando a sus dos compañeros de universidad.

Definitivamente un pacifista que quiere tener limpio su espíritu no se atrevería a tanto. Hamlet no tiene un espíritu limpio qué preservar. Nunca le ha interesado tenerlo. Su mayor mancha en efecto es la indiferencia. No hay remordimientos respecto al asesinato de Polonio, ni tampoco al de Rosencranz y Guildenstern, ni mucho menos respecto al suicidio de su amada Ofelia, pues su muerte para lo único que le sirve es para comparar su dolor con Laertes y de este modo demostrar su superioridad moral[6], que parece ser el superobjetivo del personaje, el cual en el mito romántico se suele confundir con el superobjetivo del autor.


Lo más paradójico es que en medio de todo el cinismo psicópata que lleva a Hamlet a volverse asesino, se encuentra el inquebrantable pudor del mismo por asesinar al culpable de la muerte de su padre. ¿Cómo es posible que Hamlet sea capaz de asesinar sin ningún remordimiento a personas cuya culpabilidad no ameritan realmente un castigo semejante, y en cambio se llene de escrúpulos y de excusas a la hora de asesinar a quien realmente merece ser asesinado? Hay una respuesta desde el psicoanálisis que concluye que Hamlet en el fondo envidia el papel de Claudio porque quisiera consumar un incesto con su madre. De este incesto reprimido surge la extraña relación de amor-odio que impide a Hamlet consumar su venganza[7]

No obstante, mi teoría apela a un razonamiento más sencillo que se limita a los hechos que la obra presenta: el tabú de Hamlet no reside en el asesinato, sino en el magnicidio. Asesinar a Rosencranz y Guildenstern o a Polonio no tiene mayores implicaciones morales porque se trata de personas inferiores socialmente a su condición. Pero, ¿de dónde sacará fuerzas Hamlet, siendo un príncipe, para asesinar a un rey, que es un rango superior al que él posee? Cuando un ser humano es clasista, se está condenando a sí mismo, porque al estar convencido de que él es superior a otras personas, del mismo modo reconoce que existen personas superiores a él. En la medida en que Hamlet se considera superior en virtud a su título de príncipe, no puede evitar considerar superior a Claudio en virtud a su título de rey. Esta es su gran contradicción. Estoy plenamente convencido de que Hamlet no hubiera tenido ningún reparo en cumplir la venganza de su padre, si el magnicida hubiera sido un lacayo más del reino; pero Hamlet sabe más que nadie, que matar un rey es un delito superior que su conciencia no es capaz de cargar, y es su frustración desesperada por no poder superar este tabú, lo que lo lleva a desahogar su furia contra las personas de menor rango, para de este modo percibirse a sí mismo como el héroe que no es. 

Por tal motivo es que a su regreso de Inglaterra, Hamlet no lleva ningún propósito en contra de Claudio: Hamlet regresa y cuando presencia el funeral de Ofelia tiene un enfrentamiento con Laertes, que finalmente se dirime con la aceptación a un duelo deportivo que sirva como lenitivo para limar las asperezas generadas durante las exequias. Hamlet no tiene otro plan más que jugar esgrima por un rato y luego ir a descansar. Ha renunciado a la posibilidad de denunciar a Claudio aún teniendo en sus manos la prueba para hacerlo (el pliego en donde su tío ordenaba a Inglaterra su inmediata ejecución). ¿Por qué? Pienso que porque ha aceptado su derrota y no está dispuesto a transgredir el mito del magnicidio, así que ha preferido callarse y volverse cómplice de la situación fingiendo que no ha pasado nada. Ya luego, cuando Hamlet descubre que el juego de esgrima se trataba de una trampa (el florete de Laertes estaba envenenado y sin botón), y que la reina ha caído muerta por un veneno que iba destinado a él, Hamlet descubre su gran equivocación al haber servido de cómplice de Claudio. Para este momento el príncipe decide asesinar a Claudio sabiendo que ya a estas alturas no tiene nada qué perder, pues de cualquier modo es consciente de que muy pronto va a morir a causa del florete emponzoñado.

¿Por qué Hamlet asesina a Claudio en este último momento? Mi hipótesis es que él, que siempre ha buscado demostrar su superioridad moral sobre todo el mundo, no va a permitir que una vez muera, pese sobre él la vergüenza de haber dejado invicto al traidor. De ahí que después de que asesina a Claudio, se dedique inmediatamente a redactar su testamento con Horacio: Hamlet necesita que Horacio ratifique su nobleza ante la historia. Hamlet ni siquiera cree que exista un más allá[8], así que la única manera que tiene de inmortalizarse como un mártir (que es lo que siempre ha deseado ser), es asegurarse de que Horacio lo deifique con suficiente verosimilitud, por eso es que no puede permitir que Horacio se suicide. Sólo un amigo incondicional, inferior socialmente, servil y falto de criterio como Horacio podría dar al mundo la imagen que Hamlet necesita proyectar, pues sabe que de no ser así, los hechos hablarán por sí mismos delatando la innegable complicidad del príncipe frente a los crímenes de su tío[9].

 Esta interpretación nos permite distinguir que la pretensión de mártir que persigue Hamlet, no es directamente proporcional a una pretensión de Shakespeare por martirizar a su protagonista. Tal distinción nos permite una reflexión distanciada de la piedad romántica que genera el anti-héroe desde sus lecturas tradicionales y que nos imponen una relación implícita en los conceptos de príncipe-nobleza-bondad-dolor, como condiciones subsecuentes una de la otra.

Sólo despojando al príncipe Hamlet de su condición de víctima del destino, e imputándole su verdadera responsabilidad por cada uno de los actos y las omisiones en que incurre, podremos dilucidar la verdadera tragedia que yace detrás del melodrama del intelectual incomprendido, la tragedia de la élite arrasando con un pueblo que ha sido a su vez, cómplice de la corrupción de sus dirigentes. Como lo dice el mismo Hamlet: “fuerte peligro es para un débil el introducirse entre las puntas de las espadas de dos fieros y potentes adversarios”[10]


Tal sentencia suscita a mi modo de ver un sentido trágico mucho más contemporáneo de la pieza, más atado a nuestro prontuario de impunidad en donde el respeto y la reparación de las víctimas se determina acorde con el rango social que éstas representan para la hegemonía del poder, que de cualquier modo siempre será el único invicto, pues aunque todo el reino muera, siempre llegará un Fortinbrás a ocupar el trono. Pero no el Fortinbrás salvador al que el mito romántico nos ha acostumbrado interpretar como el instaurador de la justicia, la paz y un nuevo régimen. Fortinbrás es un invasor, al igual que su padre, viene de ocupar Polonia y encuentra en el reino derruido de Dinamarca, su oportunidad perfecta para reclamar los antiguos títulos que el padre de Hamlet le había ganado al padre de Fortinbrás en batallas anteriores[11].

Justamente creo que la vigencia de la tragedia de Hamlet en nuestra contemporaneidad, es que no hay héroes, ni trascendencia en la comisión de la hybris. La fatalidad no es por lo tanto una condición del destino, sino una decisión libre y humana producto de la obsesión por el poder que conlleva a la autodestrucción en un ciclo interminable de una serpiente mordiendo su propia cola.

Referencias:
Brook, Peter- Entrevista en video. http://www.youtube.com/watch?v=_MgjX9qw9uI

Goethe, Johann Wolfang von- Wilhelm Meister’s Apprenticeship, 1795, 96. Traducido al ingles por Eric Blackall, Princeton University Press, 1995.

Leavenworth, Rusell- Interpreting Hamlet. Materials for Analysis. Howard Chandler Publisher, United States, 1987.

Freud, Sigmund- La interpretación de los sueños, 1900,901. Colección Obras Completas de Sigmund Freud, Amorrotu Editores. Buenos Aires, Argentina, 2008.

Shakespeare, William- Hamlet, Príncipe de Dinamarca. Acto I, Escena V. Colección Grandes genios de la literatura, Club Internacional del Libro. España, 1997.




[1] Leavenworth, Rusell- Interpreting Hamlet. Materials for Analysis. Howard Chandler Publisher, United States, 1987.
[2] Goethe, Johann Wolfang von- Wilhelm Meister’s Apprenticeship, 1795, 96. Traducido al ingles por Eric Blackall, Princeton University Press, 1995.
[3] En la obra de Shakespeare, los únicos que tienen certeza del crimen cometido por Claudio son Hamlet y Horacio. No hay indicios sobre ningún otro personaje que tenga esta información.
[4]Brook, Peter- Entrevista en video. http://www.youtube.com/watch?v=_MgjX9qw9uI
[5] Shakespeare, William- Hamlet, Príncipe de Dinamarca. Acto I, Escena V. Colección Grandes genios de la literatura, Club Internacional del Libro. España, 1997.
[6] “Yo amaba a Ofelia; cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían con todo su amor junto, sobrepujar el mío”. Acto V Escena I. Ídem.
[7] Freud, Sigmund- La interpretación de los sueños, 1900,901. Colección Obras Completas de Sigmund Freud, Amorrotu Editores. Buenos Aires, Argentina, 2008.
[8] “Lo demás es silencio”, es la frase que dice Hamlet justo antes de morir (Acto V, escena II).
[9] “Si eres hombre, dame esa copa, suéltala por Dios te lo pido. Oh, mi buen Horacio, qué nombre más execrable me sobrevivirá de quedar así las cosas ignoradas”. Ídem.
[10] Acto V, escena II. Ídem.
[11]Rey:…Fortinbrás, el joven, formándose una idea mezquina de nuestro poder, (…) no ha cesado de importunarnos con mensajes pidiendo la entrega de aquellos territorios perdidos por su padre y adquiridos por nuestro valeroso hermano con todas las formalidades de la ley” (Acto I, escena II). Ídem.

 

viernes, 6 de septiembre de 2013

Tres mitos sobre la construcción del personaje

Artículo publicado por la Revista Teatros, No. 18 (mayo 2012)
Laboratorio taller "Los límites de la representación en el actor". Corporación Luna, 2006
(fotografía, Luis Daniel Abril)
  
 La construcción del personaje es un proceso creativo que involucra de igual manera tanto a actores, como directores y dramaturgos. Todos desde su rol se plantean preguntas muy similares para tratar de dilucidar la esencia de lo que sería dramáticamente más interesante para la pieza.

Tales preguntas, naturalmente dependerán de los preceptos estéticos del creador que corresponden a su bagaje, bien como teatrista empírico o académico. Por más que en cada proceso creativo tratemos de librarnos de nuestros prejuicios para emprender un viaje hacia lo desconocido, éstos inevitablemente afloran. Los creadores somos siempre portadores de una tradición que adquirimos por medio de referentes de los que muchas veces no somos conscientes. El sentido de reflexionar alrededor del teatro y sus componentes estéticos, tendría por lo tanto, la función de adquirir conciencia sobre las herramientas que estamos empleando para la creación y de este modo, poder decidir de una manera más responsable, hasta dónde estamos dispuestos a perpetuar la tradición y hasta dónde queremos romperla, ambas cosas con el fin de darle a nuestro trabajo un sello propio que haga un aporte verdadero a la creación escénica del momento.

En búsqueda de este balance entre conservación y ruptura de los referentes que nos rigen a la hora de construir un personaje, pongo a consideración tres conceptos que a mi juicio se han convertido en recetas incuestionables para encontrar la efectividad del personaje en escena. Con esto, no pretendo impugnar dichos conceptos, sino relativizar su importancia, con el fin de eludir los esquematismos simplistas que usualmente conducen al dogma, y por ende, a una fosilización de la creación de personajes, tanto desde la interpretación actoral, como desde la dirección de actores, y desde el proceso creativo del dramaturgo.


1.      El personaje como vector de acción:

Yo diría que éste es uno de los mitos más poderosos que existen alrededor del personaje. Desde el primer año de academia, nos enseñaron que al ser el drama un conflicto producido por una acción, el personaje será indiscutiblemente la representación de dicha acción en escena. Por lo tanto, la primera pregunta con la que abordaremos la construcción de un personaje es “¿qué quiere?”. En la medida en que comprendamos el deseo del personaje, vamos a comprender la dimensión de la acción dramática que él va a emprender, y por lo tanto podremos dibujar su desarrollo a lo largo de la trama y de tal manera tener claridad absoluta sobre su sentido.

No pretendo negar de ningún modo la gran utilidad de esta pregunta para algunos casos, pero considero que en ocasiones se le otorga una importancia excesiva en comparación con otras maneras de aproximarse a la definición de un personaje. Comprender el deseo de un personaje como elemento significador de su acción dramática, es sin duda imprescindible si estamos hablando de Ricardo III, Macbeth o Jean en “Señorita Julia”. Sin embargo, tal pregunta puede desembocar en pura retórica cuando se trata de personajes como Hamlet, Vladimiro y Estragón, Blanch o Laura Wingfield.

Prueba de ello, es que  al sol de hoy, ni críticos, ni actores, ni directores consiguen llegar a un consenso sobre el objetivo que tiene Hamlet en su tragedia… algunos dicen que se trata de la consumación de un deseo edípico, otros que se trata de un pacifista que se niega a cometer la venganza, o de un detective en busca de pruebas, etc. ¿Cómo es posible entonces que un personaje con un objetivo tan nebuloso, sea uno de los más inmortales del teatro y la literatura?... ni siquiera tenemos pruebas contundentes de que Hamlet en verdad desee cumplir con el mandato del alma de su padre, pero tampoco tenemos suficientes argumentos para apostar que él quiera definitivamente escapar de tal responsabilidad. Tenemos suficientes sucesos dramáticos a un lado y al otro para argumentar ambas cosas y por eso nunca podremos ponernos de acuerdo sobre el patrón que rige la acción de toda la obra.


"Hamlet, Príncipe de Dinamarca". 
Montaje de V año Academia Superior de Artes de Bogotá
Director: Pedro Miguel Rozo, 2011.
Sin embargo, del otro lado, hay personajes que tienen decididamente esclarecido este asunto: Jean en “señorita Julia” desea el poder, lo mismo que Iago en “Otelo”, lo mismo que Ricardo III. No hay en ninguno de estos personajes duda alguna sobre lo que desean, y por ende, no hay discrepancia en los análisis realizados al respecto. Otra cosa es que cada director, actor, o crítico le dé una interpretación diferente a este poder como objeto del deseo; pero más allá de eso, que alguien tenga la osadía de decir que Ricardo III no desea la corona, creo que incurriría en una especulación imperdonable.

Ante este panorama, mi postulado es que no todos los personajes deben ceñirse a un mismo esquema de análisis. Entiendo que hacerlo, proporciona cierta seguridad en el rumbo de la creación, ya sea actoral, dramatúrgica o de puesta en escena. Pero justamente, tal certeza puede limitar severamente nuestra creatividad, o lo que es peor, forzar a que un personaje encaje en ciertos parámetros teóricos en los que quizá no tiene por qué encajar.

Naturalmente la acción dramática siempre va a ser una pregunta necesaria en la creación de un personaje, pero tal pregunta puede plantearse de una manera más abierta: en los personajes que poseen una naturaleza pragmática más acentuada, responder el “qué quiere el personaje” va a revelar los dispositivos del mismo en cada una de sus escenas. Sin embargo, hay personajes que tienen un nivel de pragmatismo inferior, y por lo tanto no se definen a partir de sus acciones, sino de sus reacciones, de su nivel de irritabilidad frente al entorno, de las evaluaciones que realiza frente a la situación dramática que vive. Éstos son los que yo planteo como personajes con una  inclinación más catártica que pragmática.

"Esperando a Godot" de Samuel Beckett
Dirección: Everett Dixon
Grupo "El anhelo del salmón"
Parte del dogma de la acción como herramienta imprescindible de análisis dramático en el personaje, se fundamenta en la necesidad de escapar de la retórica, o de la interpretación literaria que no le da herramientas concretas al actor para trabajar en escena.  No obstante, si nos remitimos a la base de la teoría sobre el drama, El Arte Poética de Aristóteles, vamos a encontrar que el autor nos habla de dos procedimientos dramáticos igualmente importantes: la acción y el reconocimiento, o como él lo llama literalmente anagnórisis[2]. Todos los personajes están constituidos de ambos procesos, pero algunos como dije antes, tienen un énfasis más en un lado que en otro, y ello de ninguna manera comporta una debilidad en la construcción dramática del personaje.

"Hamlet", por ejemplo, basa su estructura en los reconocimientos que hace de la situación y en la forma como tales reconocimientos afectan su postura afectiva y existencial. El actor que no comprende la filigrana con que están construidos todos estos reconocimientos a lo largo de la trama, no va a conseguir una aproximación viva del personaje, por más sólida que sea la hipótesis de acción que le haya implantado al texto, ya que el recorrido de este personaje no está fundamentado en la acción, sino en el reconocimiento, al tratarse de un personaje de naturaleza más catártica que pragmática.

Pensar que la emotividad de un personaje depende de la acción, sería limitarnos a una teoría conductista y pragmática del comportamiento humano, que deja de lado otras maneras de comprenderlo igualmente válidas y sobre todo útiles a la hora de emprender el proceso creativo de un personaje, tales como la teoría evaluativa de Sartre, el análisis sistémico de Fromm, o la psicología profunda de Jung, entre muchas otras.

Obviamente, acercarnos a un sistema deductivo para organizar la secuencia de reconocimientos de un personaje, resulta más complejo que hacerlo desde la acción, puesto que Stanislawski y todos sus sucesores, nos han colaborado bastante en la sistematización del segundo proceso. Sin embargo, ello más que intimidarnos, pienso que debería desafiarnos a construir esquemas de análisis nuevos que encajen dentro de los nuevos personajes que estamos creando, y no someter a estos nuevos personajes a una sistematización que no necesariamente coincide con su naturaleza dramática interna.


2.      El personaje como valor moral:

"La Orgía". Escrita y dirigida por Enrique Buenaventura.
Teastro Experimental de Cali, 1984

 Este segundo mito tiene sus raíces bien fundadas en el teatro dialéctico de Bertolt Brecht, que por medio de su apropiación a cargo de los maestros Santiago García y Enrique Buenaventura, entre otros representantes del movimiento del Nuevo Teatro, tomaron una influencia capital en los creadores escénicos colombianos.

El teatro dialéctico, como su nombre lo indica, plantea la contraposición de una tésis con una antítesis, para llegar a una síntesis, que tiene como objetivo politizar al espectador al instarlo a tomar una posición moral clara respecto a los personajes. Ahora bien, para llegar a una construcción de este tipo, es necesario interpretar el drama desde el modelo actancial de Greimas, quien define al personaje como la “sustitución mimética de una conciencia”[3].

Ya con esto, quedan expuestos los pilares que sostienen el mito de que el personaje corresponde siempre a una unidad de valor, es decir, que por ejemplo, el fantasma de Hamlet es la representación de la justicia, en tanto que Claudio sería la representación de la impunidad, Laertes la representación de la fuerza popular, etc. Para Greimas, y al mismo tiempo para Brecht,  el nivel profundo de análisis de los personajes en un drama, siempre redundará en comprender cuáles son los valores que éstos representan y la forma como tales valores entran en conflicto.

Sería bastante reduccionista el afirmar que el teatro dialéctico y el modelo de Greimas son anacrónicos para el momento que vive  la escena actual. Pero asimismo, sería reduccionista también afirmar que este esquema sea la única manera de acercarnos a una comprensión de los personajes en su funcionamiento estructural, situación que en el arte dramático colombiano se ha vuelto particularmente recurrente y que trae como consecuencia una tendencia al maniqueísmo en la elaboración de los personajes, tanto desde su creación dramatúrgica, como desde su interpretación actoral y de dirección; se trata de personajes que encarnan transparentemente los valores considerados como correctos por el autor, y personajes que a su vez, representan los valores que el autor rechaza moralmente en su totalidad.

Vale la pena, creo, examinar otras posibilidades de leer moralmente a los personajes: el punto de vista moral no siempre tiene que ser una categoría estable, para empezar. Lo que hasta cierto punto de la obra representa la justicia, desde otro punto puede empezar a representar corrupción, el personaje que representa a la inocencia en un punto de la pieza puede transformarse y representar la perversidad. Justamente el mito del modelo actancial de Greimas, nos ha llevado a pensar que si el personaje no tiene una representación estable de un valor moral dentro del sistema sémico, su función dramática no quedará establecida, cuando la realidad es que hay muchos otros modelos de organización estructural, como el del personaje desde el suministro de información para el espectador (lo que Sanchis llamaría la “dramaturgia de la recepción”[4]), o como el personaje como dispositivo para el funcionamiento de un juego, como lo plantea Javier Daulte[5], etc.

Otro de mis postulados en aras de desvelar este mito de la síntesis moral como dogma, tiene que ver con la complejización del punto de vista que el autor, el actor, o el director impone sobre sus personajes: si como creador parto del hecho de que el personaje está completamente equivocado, o completamente en lo cierto respecto al asunto central de la obra, la obviedad de su construcción va a ser insoslayable. Si por el contrario, combino elementos empáticos con elementos antipáticos en mi relación de creador-personaje, voy a poder desarrollarlo desde un punto moral menos esquemático, que por momentos tenga mucha cercanía con mis propios valores morales y por momentos se distancie completamente de ellos. En la medida en que esta distancia e identificación moral entre creador y personaje se vuelva imprecisa, temporal y relativa, creo que el personaje se va a fortalecer en su condición paradójica y contradictoria, que finalmente es la que revela la condición humana, lo cual en últimas es el objetivo de toda obra dramática. Como dice Pirandello: “la presunta unidad de nuestro yo no es otra cosa en el fondo que un agregado temporal, escindible y modificable de diversos estados de conciencia”[6].  

3.      El arco de transformación del personaje:

En casi cualquier libro sobre análisis de personajes vamos a encontrar la definición de la obra dramática como la máquina a través de la cual el personaje se transforma. Pareciera ser que la contundencia de un personaje se mide por su grado de transformación. Este mito surge de El Arte Poética de Aristóteles, en donde se menciona el cambio de fortuna de lo positivo a lo negativo o viceversa, como el principal motor del drama[7]. Bajo tal precepto, si el personaje no se transforma, todo el drama habrá sido para nada, puesto que la única función del mismo es generar una alteración en la condición vital del protagonista.

Este concepto tiene pertinencia en una gran cantidad de obras del teatro clásico: personajes que empiezan como reyes terminan exiliados, parejas que empiezan como amantes entusiastas, terminan como cadáveres, hombres pusilánimes y débiles, se convierten en asesinos, y personajes abyectos y marginales, se redimen en la santidad. Los ejemplos de cada caso serían innumerables. Pero aún así, muchísimas obras quedarían por fuera de tal clasificación, empezando por muchos de los dramas de Chéjov en donde los personajes no cambian un ápice, a pesar de que todo el mundo reclama de ellos un cambio. ¿Cómo se explica entonces que estos dramas mantengan su contundencia pese a tener personajes con un nivel de transformación tan precario?

Para responder esta pregunta, se hace necesario distinguir el paralelo entre la experiencia del espectador con la experiencia del protagonista, y la manera como las dos líneas se relacionan, bien sea de una forma mimética o irónica. Una relación mimética entre el recorrido del espectador, con el recorrido del personaje, se da cuando hay identidad total en la percepción moral de los acontecimientos tanto por parte del personaje, como por parte del espectador. Por ejemplo, en Antígona, la indignación que siente el personaje al verse impedida de realizar las honras fúnebres a su hermano, es la misma indignación que siente el espectador de la obra. El espectador presenta una identidad absoluta con los sentimientos del personaje y se vuelve cómplice secreto de cada decisión que éste va tomando, por cuanto que el personaje representa un valor moral con el que el espectador se identifica plenamente.

"El gran cuaderno" de Agota Kristof.
Dirección Katalina Moskowictz
Grupo "La Navaja de Ockham", 2010.
 La relación irónica se genera cuando el recorrido del personaje se opone al valor moral del público. Por ejemplo, en una obra como Macbeth, en donde los protagonistas son justamente los villanos, el material está organizado para que el espectador repudie cada vez más las acciones del protagonista, de manera tal que cuando éste llegue a su ruina, el espectador llegará a su victoria: la derrota del protagonista es el triunfo de los valores del espectador en la pieza. 

Existe una simetría entre la experiencia del espectador y la del personaje, pero por oposición moral. Sin embargo, existen dramas que escapan de esta simetría entre espectador y personaje, y son éstos en donde la inmutabilidad se vuelve un potenciador del drama. El efecto consiste en negarle al espectador la posibilidad de establecer una simetría (irónica o mimética) entre su experiencia y la experiencia del personaje. Tal negación, si es lo suficientemente radical, generará sin duda, un efecto dramático muy poderoso sin que para ello se requiera una transformación del personaje. Más aún, en muchas ocasiones el drama se produce en el espectador justamente porque no se produce en los personajes, tal y como sucede en la mayoría de las piezas fársicas de Samuel Beckett. El espectador se siente privado de una experiencia a la que él siente que tiene derecho, que es la de atestiguar la transformación de un personaje frente a una situación dada, y justamente dicha privación es la que genera el efecto dramático sin que medie para ello ningún tipo de arco de transformación en el personaje. Es el público quien se debe transformar, y para ello podrá valerse de la transformación del personaje, o de su inmutabilidad. La transformación es simplemente un recurso más en la construcción dramática, que no un imperativo estético.

"Come and go". Escrita y dirigida por Samuel Beckett, 1966

Otra posibilidad que resulta efectiva para sustituir el aparentemente ineluctable arco de transformación, es generar la ilusión de cambio en el personaje, para finalmente mantenerlo tal y como estaba al principio. Tal recurso puede darse, o bien por el dilema del personaje entre acometer la acción o seguir imperturbable, o bien por el ocultamiento de cierta información que nos impide ver la totalidad del personaje, que siempre ha sido exactamente de la misma manera, sólo que el público no lo sabrá sino hasta cierto momento de la pieza.

Por ejemplo, si vemos a un hombre desnudo que se levanta de la cama de un burdel, y al instante vemos que se pone una sotana, habremos percibido un cambio radical en nuestra percepción del personaje sin que éste se haya transformado en lo absoluto. Finalmente más allá de que el personaje sufra una transformación o no, lo realmente clave es que el espectador se transforme. Si para que él lo haga, se necesita que el personaje lo acompañe paralelamente en su viaje, pues el personaje se transformará, pero siempre existe la opción de que el espectador se transforme a partir del movimiento de la trama (que no del personaje), o a partir de la imposibilidad misma del personaje para cambiar.

Con estos planteamientos, creo que queda esbozada la pertinencia de revisar nuestros modelos de análisis dramático a la hora de emprender un proceso creativo desde cualquiera de los campos del teatro, en particular respecto a la construcción del personaje. Tal revisión debe a mi juicio, realizarse con la precisión de un relojero, para no incurrir en la repetición automática de patrones estéticos, ni tampoco en la arbitrariedad disfrazada de discursos post-modernos carentes de sustentación conceptual. Justamente, a mayor relatividad, se requiere mayor precisión en el establecimiento de parámetros, puesto que de lo contrario, estaríamos resistiéndonos contra una tradición estética sin realmente proponer categorías de apropiación nuevas que la sustituyan.

Referencias:
Aristóteles, El Arte Poética. Ediciones Istmo S.A.. España, 2002.
Daulte, Javier. Compromiso, el juego y el procedimiento. http://es.scribd.com/doc/85837995/Juego-y-so-Las-Tres-Partes-JAVIER-DAULTE
Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Ediciones Paidós Ibérica S.A.. España, 1998.
Pirandello, Luigui,  El Humorismo. Editorial “El Libro”. Buenos Aires, 1946.
Sanchis Sinisterra, José. La escena sin límites. Ñaque editorial. España, 2002.



[1] Maestro en Artes Escénicas con énfasis en Dirección de la Academia Superior de Artes de Bogotá, ASAB y director fundador de la Corporación Luna, agrupación dentro de la cual ha llevado a escena la mayor parte de su trabajo dramatúrgico, bajo su propia dirección y algunas veces también con su participación actoral. Fue uno de los gestores de la Red Nacional de Dramaturgia Colombiana en convenio con la Dirección de Artes del Ministerio de Cultura, y se ha desempeñado como docente de dramaturgia en diferentes universidades de Bogotá.

[2] Aristóteles, El Arte Poética. Ediciones Istmo S.A.. España, 2002.
[3] Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Ediciones Paidós Ibérica S.A.. España, 1998.
[4] Sanchis Sinisterra, José. La escena sin límites. Ñaque editorial. España, 2002.
[5] Daulte, Javier. Compromiso, el juego y el procedimiento. http://es.scribd.com/doc/85837995/Juego-y-so-Las-Tres-Partes-JAVIER-DAULTE
[6]Pirandello, Luigui,  El Humorismo. Editorial “El Libro”. Buenos Aires, 1946.
[7] Aristóteles, ibid.